NUMERO 11
MAGGIO 01
'tina home page
|
torna all'indice del numero 11
|
Versione Italiana
|
Scrivi all'autore
|
|
-
FERNANDO SORRENTINO
-
Existe un hombre que tiene la
costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza
Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas
en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el
día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza.
En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común,
de traje gris, algo canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace
cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo
el diario, a la sombra de un árbol, sentado en un banco del
bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza.
Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa
mecánica e indiferentemente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación: él
siguió aplicándome golpes. Le pregunté si estaba
loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé
con llamar a un vigilante: imperturbable y sereno, continuó
con su tarea. Después de unos instantes de indecisión
y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le
di un puñetazo en el rostro. El hombre, exhalando un tenue
quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo, al parecer,
un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente
a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y, en
ese momento, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos
por haberlo golpeado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre
no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba
unos leves golpes, por completo indoloros. Claro está que esos
golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca
se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio.
Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos
regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza.
Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el
hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces
empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas
personas tan veloces como yo). Él salió en persecución
mía, tratando en vano de asestarme algún golpe. Y el
hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé
que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador
caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré.
En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me
pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en
la comisaría, decir: "Señor oficial, este hombre
me está pegando con un paraguas en la cabeza". Sería
un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia,
me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas
embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67.
Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí.
Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de
pie, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con
la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros
empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso
a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una
gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la
vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más
allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé --bajamos-- en el puente del Pacífico. Íbamos
por la avenida Santa Fe. Todos se daban vuelta estúpidamente
para mirarnos. Pensé en decirles: "¿Qué
miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue
a otro con un paraguas en la cabeza?". Pero también pensé
que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis
chicos empezaron a seguirnos, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle bruscamente
la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó,
agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró
conmigo.
Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas
en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió
nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos
mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al
principio, los golpes me impedían conciliar el sueño;
ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.
Con todo, nuestras relaciones no siempre han sido buenas. Muchas veces
le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder.
Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con
el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos,
patadas y --Dios me perdone-- hasta paraguazos. Él aceptaba
los golpes con mansedumbre, los aceptaba como una parte más
de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de
su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo,
esa carencia de odio. En fin, esa certeza de estar cumpliendo con
una misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que,
cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé
que es mortal. Sé también que un tiro me libraría
de él. Lo que ignoro es si el tiro debe matarlo a él
o matarme a mí. Tampoco sé si, cuando los dos estemos
muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la
cabeza. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco
que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, en los últimos tiempos he comprendido que no
podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia,
me hostiga cierto presentimiento. Una nueva angustia me corroe el
pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite,
este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos
que me hacían dormir tan profundamente.
[De Imperios y servidumbres, Barcelona, Editorial Seix Barral, 1972.]
|